domingo, 30 de enero de 2011

¿Hay alguien ahí?

Una sospecha clásica hacia la figura del analista es si, efectivamente, está prestando atención, si escucha a quien habla en análisis o si, por el contrario, mientras uno habla, el analista repasa mentalmente la lista de la compra.

A esta sospecha se le une, en ocasiones, el desconcertante modo rumiante al que recurren ciertos psicoanalistas. Me refiero al mmmmm con el que acompañan al discurso del que habla. Normal que haya quien, ante esa actitud, se sienta pasto de la incertidumbre.

Sin duda que resulta preferible el silencio, por mucha angustia que éste provoque.

Aparecieron ya los dos ingredientes que justifican esta entrada, la angustia y el silencio.

Si algo pone en marcha el dispositivo analítico, si un discurso más allá del blablabla al que estamos habituados encuentra una vía de salida, ese algo es la angustia que, en forma de pregunta, se abre siempre que el psicoanalista da espacio para ella.

Se trata de algo que afecta por tanto a ambos, tanto al que habla como al que escucha. Angustia que de hecho no pertenece a ninguno pues siempre se dará entre ambos. Y su potencia para permitir el desarrollo del análisis, dependerá, principalmente, de la capacidad del analista para no taponarla.

Por ejemplo con mugidos que desarmen al que se sitúa en un lugar tan frágil como lo es hablar de aquello que le atormenta. O con alguna dosis inapropiada de condescendencia.

De modo que a la pregunta más que justificada de si alguien escucha cuando el silencio es sostenido por el psicoanalista, se podría responder que sí, siempre que el silencio apunte a que algo que concierne al que se analiza surja. Que es lo que se juega en un análisis.

Eso sí, el psicoanalista también paga con sus palabras. Palabras que, como el silencio, inviten a que se siga hablando. Distintas a aquellas otras que busquen únicamente procurar consuelo.

Si el análisis funciona, si hay análisis, ese lugar que se presume ocupado por alguien, terminará siendo ocupado por aquel que paga por analizarse.

domingo, 16 de enero de 2011

My treasure.

Por distintas razones soy proclive a  pensar que quien se haya interesado alguna vez por el psicoanálisis lo habrá terminado (o empezado) por relacionar con el inconsciente. Habrá hecho bien.

Pero, ¿qué es eso que resulta tan enigmático, de lo que, curiosamente, cualquiera puede hablar aunque nada sepa, y por lo que existe el psicoanálisis? Es aquello de lo que, precisamente, el psicoanálisis, permite saber algo. Saber del inconsciente no tiene precio puesto que invertir en ese saber, es invertir en nosotros.

Se suele pensar que el inconsciente es una especie de recipiente (como de igual forma se piensa de la memoria). Y que por tanto un análisis consiste en recuperar eso que el inconsciente guarda. Algo se recupera, es cierto, pero no porque se lo encuentre, ya terminado, después de un triste penar por los recuerdos. Se recupera un saber por medio de lo que cada quien puede ir construyendo en su decir.

Al hablar, al contarnos, recuperamos la palabra verdadera que alimenta nuestra propia causa. Lo que nos causa, que es tanto como decir lo que causa nuestro deseo. Deseo que nos permite vivir más en armonía con quien queremos ser. Menos peleados con nosotros mismos y por tanto menos peleados con el mundo.

El que se cuenta en análisis, algo está buscando. Llamémoslo o no, tesoro. Y como toda buena narración, algo despierta, tanto en el que narra como en el que escucha (quien al escuchar también se narra). Despierta un deseo de búsqueda. Aunque bien podría detenerme antes: despierta un deseo.

¿Sería entonces el inconsciente un deseo dormido?

martes, 11 de enero de 2011

Pero..., ¿por qué por supuesto?

Habrá quien se pregunté por qué un psicoanálisis puede convenirle más que otras terapias psicológicas que estadísticamente se demuestran más eficientes. La respuesta inmediata que se me ocurre es que será preferible siempre que no se desee formar parte de las estadísticas.

Psicoanálisis y estadística no se pueden conjugar a no ser que se diese una estadística de lo singular, cosa totalmente inútil. De modo que un psicoanálisis es irreductible a la estadística. No es ésta la medida aplicable al alcance de la experiencia psicoanalítica. ¿Cuál será entonces el instrumento que de cuenta de su alcance?

Resultará extraño que hable aquí, de pronto, de impacto. En todo impacto se ven forzosamente relacionados dos objetos, el que recibe el impacto (el que es alcanzado), y el que impacta con éste. Y pregunto, ¿del choque entre ambos, que queda? Algo que ya ni es lo uno ni lo otro. O mejor dicho algo que ya no es sin lo otro.

Cuando algo que se dice a lo largo y ancho de un psicoanálisis impacta en el que lo dice, el que habla ya no es el mismo. Prueba de ello es que el que recibe el impacto no es otro que el cuerpo precisamente del que habla. Por desgracia (por suerte), no hay manera de tener constancia de la marca. No se trata aquí de carne para el peritaje.

¿Qué será lo que provoque que ese impacto tenga tal efecto? Una sóla cosa, lo mismo que doy por supuesto cuando hablo de la bondad del psicoanálisis, que cuando algo es verdad para el que habla, el cuerpo toma nota de ello.

Y no sólo el cuerpo, también el psicoanalista lo registra.

Un psicoanálisis, cuando lo es, se hace cargo de la verdad sea esta del tono que sea. No hay muchos lugares donde la verdad sea la invitada de honor y que, finalmente, cuando se digna a aparecer, sea bien recibida. Un psicoanálisis es uno de ellos.

lunes, 10 de enero de 2011

miedo a lo ¿des-conocido?

Comenzar un psicoanálisis, he aquí una propuesta que aquellos que se encuentren en este momento leyendo esta entrada o ya se habrán hecho, o se estarán cuestionando si es adecuada para sí mismos.

De esta experiencia sin par se podrán escuchar las más diversas opiniones. Cada quien tendrá la suya. Unas, las basadas en su paso por el diván (si es que lo hubo), más fiables que otras, aquellas que se sustentan en el desconocimiento.

Opinar sobre lo desconocido se legitima cuando el desconocimiento es acerca de uno mismo. Y es que un análisis, si lo es, lo es de uno mismo. De modo que quien alguna vez se planteó comenzar un análisis, algo de esta particular experiencia ya vivió. Nada que ver con el análisis ya comenzado, pero sin duda parte inherente a él.

En ese momento preliminar, lo desconocido se extiende incluso más allá del propio desconocimiento. No se es consciente aún de que algo desconocido nos habita. Algo nos incordia, nos genera conflicto, nos hace entrar en crisis, y, finalmente, nos hace interrogarnos. Ese cuestionamiento, esa pregunta, es la que permitiría la entrada en análisis. Una pregunta que apunta ya directamente a un desconocimiento acerca de uno mismo. Se tiene conocimiento de que hay algo que, sin dejar de ser nuestro, nos es desconocido. Una sensación inquietante que bien merece ser interrogada.

Como aliciente ante tal tarea, bastante desazonadora en principio (y no sólo en principio), diré que más que desconocimiento lo que hay es des-conocimiento. Negación de un conocimiento del que sí se está en poder.

Así que, ¿por qué dejar sin respuesta algo para lo que estamos capacitados a responder? No temamos, no hay peor miedo que el que se tiene a uno mismo. O a saber...