miércoles, 27 de abril de 2011

Corte y confección.

¿Creo que el análisis cura? Sin duda. Pero no como cura la curita (la tirita diríamos en España). Al contrario, en vez de tapar la co(a)rtada, produce un corte. Pero no hay hemorragia, como mucho goteo, y no de sangre.
La hemorragia es precisamente lo que se corta. La detiene y la revela, al menos nos hace saber algo de ella.
Interpreta una pausa en el tejido del discurso y confecciona una prenda echa a medida.

En las escuelas, cuando yo era niño, las chicas podían estudiar corte y confección. Y las que lo hacían, qué curioso, era con las que más a gusto se podía hablar.



jueves, 17 de marzo de 2011

Naufragios invertidos

(Lástima que en la foto el reflejo de las personas no coincida con el reflejo del barco. Hubiera sido una notable metáfora de lo que quiero decir).

Un naufragio presupone un accidente al que le sigue un irse a pique, un hundimiento, para finalmente quedar los restos sumergidos en las profundidades.

A lo inconsciente se le asimila con lo profundo, y a la psicología que se empeña en su develamiento, se la denomina psicología profunda. No considero un psicoanálisis como ninguna psicología, pero algo de profundo, de abismal, de ajeno por el medio en que se produce, sí tiene lo inconsciente.

Cuando algo surge en análisis trae los ecos de un tiempo remoto, como si hubiera sido rescatado de un naufragio en el que no tomamos parte. Extrañamente, en el momento de nombrarlo, se asume como propio. Al nombrarlo nos nombramos, y sabemos que estuvimos allí sin necesidad de recordarlo.

Nos sabemos gracias a algo que por permanecer oculto nos resulta extraño. ¿Qué puede llevar a un análisis sino la sospecha? Lo extraño ya nos habla de algo señalable, da ciertos indicios que dirigirán la búsqueda.

Se acusa al psicoanálisis de intensificar los síntomas. De producir en quien se analiza el efecto mosca tras la oreja. Es cierto que el tratar de agotar una posición ante la vida que nos estorba para poder asumir otra distinta, trae consigo una especie de resistencia. Un quiero y no puedo. Una lucha que hace más visible el trastorno.

Y es cierto que una relación en la que se ha asumido una posición que a partir de un momento dado (o desde siempre) provoca sufrimiento, tenderá a la ruptura. Más aún si un psicoanálisis está en marcha. Por su intermedio, los restos olvidados, al actualizarse en un discurso, hablaran al que se analiza del camino que le condujo a ese lugar del que ya reniega. Y al emerger, harán zozobrar el barco, provocando una crisis. Haciendo naufragar, malogrando, los entramados que fijaban la relación a un buen puerto.

Nadie puede aseverar que un barco a la deriva termine por naufragar. La posibilidad de alcanzar otro puerto en el que recalar, para poder después seguir navegando es del todo cierta. Hablo de la oportunidad de hacer que la relación funcione de otra forma, de otras formas. Del dejar de verse uniformado a una postura que haga en-callar la relación.

Por si aún alguien no lo sabe insistiré en ello. La palabra crisis habla de separación, de rompimiento, pero también de reflexión, de análisis, de crecimiento.

Parece que el saber acarrea peligros, por suerte nunca sabremos demasiado. Al menos no lo suficiente para ponernos en peligro. Siempre podremos contar con un saber no sabido que nos permitirá no quedar encallados.



miércoles, 16 de marzo de 2011

Otros cuerpos I.

Cuando el espejo nos devuelve nuestro reflejo, lo que vemos no es lo que somos, tampoco lo que no somos. Es precisamente un reflejo, una imagen, que viene a coincidir con la idea que, por medio de la imaginación, tenemos de quienes somos.

Podemos estar más o menos satisfechos con esa imagen, depende del día, pero hay que contar con que en todo momento esa imagen no nos hace realmente justicia. Existen ciertos objetos, mismos con los que entramos en relación con el mundo, que son parte del cuerpo y que, sin embargo, en la imagen no se registran. ¿No es acaso la voz parte del cuerpo?, ¿no lo es la mirada?, por citar dos de ellos.

Una mirada puede hablar por sí misma, es lo que se dice igualmente de una imagen. Incluso a ésta se le da un valor superior que a las palabras, a razón de más de una por mil, aproximadamente. ¿Pero cómo tener constancia de la expresión de la propia mirada? Hagan el intento de imaginarla, o incluso de captarla frente a un espejo. Parece que nos rehuye, o que la rehuimos.

No es menos complicado retener la mirada de alguien más. Se puede mirar a unos ojos y la mirada estar en ese instante pérdida. ¿De quién sería en ese instante la mirada?, ¿del que mira?, ¿del que es mirado, de la que es mirada? El cuerpo es mirado, el cuerpo es mirada. Pero irremisiblemente la mirada acabará perdida.

De esta, entre otras pérdidas, es que adolece la imagen.

Y el psicoanálisis, ¿cómo saca partido de tales objetos cuya esencia es pura evanescencia? Situándolos en un entre, semejante al espacio donde se da la angustia, dejando que circulen al interior de un discurso.

Si bien es cierto que las palabras no pueden dar cuenta de la evanescencia, pueden perfectamente circundarla. Una operación semejante a la llevada a cabo por medios quirúrgicos, sin llegar al nivel de asepsia que en ellos se procura. Algo por esa operación cae, y lo que obtenemos a cambio es un saber, en sí, infinitamente más valioso que las palabras que nos condujeron hasta él.

No se trata del valor de las palabras, sin pretender quitarles el mucho valor que tienen cuando son ciertas, si no de lo que obtenemos a cambio de su pago. Pagamos para poder hablar, y hablamos para poder saber. Aunque saberlo todo no se puede. Pues de hecho, ese todo, de pretenderse abarcar, supondría tanto como poder obtener de cada poro de nuestro piel una imagen aprensible, ya sea en el espejo, ya por medio de la imaginación.

¡Dejemos que los poros sigan siendo poros! No hay piel más bella que la de poros limpios.

Al igual que transpira por ellos, el cuerpo, en una relación con su entorno, exclusiva del que habla, trasciende al ser hablado. El ser hablado, si es, es porque es cuerpo.

domingo, 6 de marzo de 2011

Falicísimo

No se trata de un lapsus. Me explico.

Ya a Freud, el padre de este lío, se le tachó de falocentrista, signifique esto lo que signifique. En la Viena de finales del siglo XIX y principios del XX, apuntar a la sexualidad como causa de la constitución del ser, levantaba ampollas por doquier.

Es una acusación que hoy sigue vigente. Los psicoanalistas parecen tener siempre el falo en la boca. Algo así como una suerte de felación continuada a sí mismos. Felación, falacia, cefalea. O por lo menos a mi es lo que me produce. En lugar de provocarme algo parecido a una erección, me levanta dolor de cabeza.

Cuando aparece la palabra falo es normal que automáticamente nos imaginemos un pene. Pero lo que el falo del que se vale el psicoanálisis le debe al pene, va más allá del aspecto y la función del órgano en cuestión.

Es cierto que el abordaje de la sexualidad por parte de Freud supuso un parte aguas en la concepción del ser. No sin razón, el mismo abordaje de la sexualidad por parte de cada quien, supone para todo individuo, a sí mismo, un verdadero parte aguas.

Cuando un ser humano va a nacer, previamente, la madre rompe aguas, Pues bien, el nacer a la sexualidad, el diferenciarse sexual, implica un romper aguas, esta vez, de orden simbólico.

El falo viene en representación de algo que circula entre hombres y mujeres. No me refiero exclusivamente a algo que facilita el comercio sexual (falicita diría el que titula la entrada). Si no a algo que permite que unos y otras, unos y otros, unas y otras,  deseen.

El falo viene en representación de algo que falta. Lo que circula. Con lo que se desea. Para que se pueda desear, algo debe faltar. Si te acabas de dar una comilona (postre incluido), probablemente te sientas satisfecho y no quieras comer nada más. Pero quizá un café..., o un cigarro si es que aún fumas..., o un paseo..., o una buena conversación..., o, ¡por el amor de Dios!, ¡una buena siesta!.

Visto así, más que un apéndice, el falo parece un lugar. Un espacio que habilita un deseo. Normal que digan que los psicoanalistas ven falos hasta en la sopa, pero bueno, es que habrá a quien le guste la sopa más espesa.

Un lugar que se presta a ser ocupado por algo que en un momento determinado deseamos para más tarde, más pronto que tarde, quedar de nuevo expedito.

¿Acaso conocen ejemplo mejor que el pene de algo que en un momento dado parece gritar aquí estoy yo para que al poco tiempo (habrá quien aquí alce la voz) no haya quien al llamarlo logre que se de por aludido?

Es sólo una manera de expresar algo para nada facilísimo. Contar con que lo que nos puede realizar sea algo que no permanece, no es sencillo. O si no que se lo digan a cualquiera que se esté analizando.

lunes, 28 de febrero de 2011

El campo del psicoanálisis

Dejémoslo claro, donde siembra el psicoanálisis, de donde recoje su cosecha, es del cuerpo del sujeto del inconsciente.

Hago hincapié en esto pues son ya varías las veces que llega a mis oídos la reserva que se le pone al psicoanálisis aduciendo que no es más que una intelectualización de procesos emocionales que bien podrían ser tratados por otros medios más táctiles. Me refiero a prácticas que trabajan en relación directa con el cuerpo. Y que a mi entender buscan procurar una alineación entre el espíritu y el cuerpo. Son prácticas a las que, en concreto, estoy agradecido.

No creo que se deba posicionar al psicoanálisis enfrentado a ellas. ¡Como si al analista le pudiera faltar tacto! De tacto se trata, de entrar en contacto con una materialidad que penetra en los cuerpos tanto del que habla como del que escucha, lugares intercambiables durante el análisis, pues lo que está en el aire, lo que se juega en el análisis, está entre ellos, y en ellos.

Se podría hablar de materialidad inconsciente, si previamente se entiende por inconsciente el cuerpo. Es cierto que se puede tomar cierta consciencia del propio cuerpo, y que aquella se puede prolongar en el tiempo. Pero el cuerpo vibra en registros que nos son imperceptibles. La manera en que capta su entorno, que no empieza más allá de su piel, ni acaba más acá de sí mismo, su reversibilidad, lo impide. El entorno al cuerpo nos obligaría a imaginar a éste como una banda que se podría recorrer por ambos lados sin poder apercibirnos de en qué momento se ha pasado de una cara de la banda a la otra. Es un recorrido al infinito por la eternidad. Se deja de recorrerlo una vez que el cuerpo es un cuerpo muerto.

El psicoanálisis, aunque parezca una obviedad, trabaja con cuerpos vivos. No se dirige al razonamiento, ni pretende tampoco una comprensión. Pues lo inconsciente, si bien posee su propia lógica, es esta una lógica irracional. El que se puede decir que tiene alguna noticia de lo inconsciente, es el cuerpo, y el que puede darla al que escucha, también.  El que habla en psicoanálisis es un cuerpo.

Si dije que del cuerpo del que se ocupa el psicoanálisis es el cuerpo del sujeto del inconsciente, es por que este sujeto no es otro que el mismo sujeto del enunciado, pero el que enuncia no es ningún sujeto. El que enuncia es el cuerpo.

Cuando el que se analiza dice yo, no sabe que ese yo al que se refiere es y no es el cuerpo, y al cuerpo ni falta que le hace que lo sepa. Yo, viene en representación de algo que no se puede abarcar al tratar de ser nombrado. Pero la falta de correspondencia no impide, eso sí, que el cuerpo sea tocado por el enunciado. Pues la enunciación se refiere a él. Es un anuncio de encarnación. Un anuncio por palabras.

El psicoanálisis traduce para el que habla parte de esas vibraciones, de esos gestos corporales, que son el lenguaje de un cuerpo que, por ser hablado, deja de ser algo compacto, hermético a su entorno. Esa porosidad es de la que se vale el psicoanálisis. Una cosa es el órgano fonador (que por cierto, también es cuerpo) que hace audibles las palabras, y otra, los lugares de donde éstas se recolectan.

El cuerpo está sembrao de palabras, o, cuando menos, tiene buena disposición para la siembra.

martes, 15 de febrero de 2011

La causa.

¿A qué se debe eso que tanto me aflige?

Es una manera como otra cualquiera de preguntarnos por lo que nos causa. Algo incita nuestro comportamiento, nuestros pensamientos, más aún, nuestra manera de sentir, y toda explicación que queramos darnos acerca de ese algo, por conformes que estemos con ella, siempre deja un poso del que pocas ganas nos quedan de encontrarle, a su vez, explicación.

Por pretender agotar el enigma, finalmente, es uno el que acaba agotado.

Partamos de ahí, de un enigma que nos constituye en un origen. Somos seres originalmente enigmáticos. Cualquier indagación toparía con un límite. Pero hacer frente a ese límite es tanto como ubicarnos ante las puertas de la misma causa.

Podríamos hacer una lectura negativa de esta limitación, decir que, ubicarnos ahí, no es más que quedarnos a las puertas. Pero me inclino por algo más positivo, contemplar esas puertas como el paso a cualquier parte. Allí donde el enigma abre un abismo para el saber, todo está por suceder.

De eso se trata, del límite de un saber, al tiempo que el saber se relanza.

Lo que nos causa, no está escrito en los términos con los que acostumbramos a definirnos: estoy de tal o de cual humor, me siento así o asao... Distinto es que cuestionemos a esos términos más allá de como suelen sonarnos.

Un psicoanálisis promueve una escucha, que en un principio se le atribuye en exclusiva al analista, gracias a la cual lo que se dice resuena de otro modo. Atendiendo a lo presuntamente irrelevante, a lo banal, a lo que puede presentarse como desechable, el que se analiza, ira construyendo una historia precisamente en función de lo que no sabe. Situación ejemplar para confirmar que la historia no está escrita. Y para comprobar que fijar en un lugar un saber determinado conlleva precisamente quedar de-terminado. Cuando de lo que se trata es de no dejar de empezar. Contando además con lo vivido.

De manera que aquel que en análisis comienza preguntándose por la causa, terminará por saberse causado por lo que está por venir. Y me pregunto, ¿donde ubicar entonces el origen?

domingo, 30 de enero de 2011

¿Hay alguien ahí?

Una sospecha clásica hacia la figura del analista es si, efectivamente, está prestando atención, si escucha a quien habla en análisis o si, por el contrario, mientras uno habla, el analista repasa mentalmente la lista de la compra.

A esta sospecha se le une, en ocasiones, el desconcertante modo rumiante al que recurren ciertos psicoanalistas. Me refiero al mmmmm con el que acompañan al discurso del que habla. Normal que haya quien, ante esa actitud, se sienta pasto de la incertidumbre.

Sin duda que resulta preferible el silencio, por mucha angustia que éste provoque.

Aparecieron ya los dos ingredientes que justifican esta entrada, la angustia y el silencio.

Si algo pone en marcha el dispositivo analítico, si un discurso más allá del blablabla al que estamos habituados encuentra una vía de salida, ese algo es la angustia que, en forma de pregunta, se abre siempre que el psicoanalista da espacio para ella.

Se trata de algo que afecta por tanto a ambos, tanto al que habla como al que escucha. Angustia que de hecho no pertenece a ninguno pues siempre se dará entre ambos. Y su potencia para permitir el desarrollo del análisis, dependerá, principalmente, de la capacidad del analista para no taponarla.

Por ejemplo con mugidos que desarmen al que se sitúa en un lugar tan frágil como lo es hablar de aquello que le atormenta. O con alguna dosis inapropiada de condescendencia.

De modo que a la pregunta más que justificada de si alguien escucha cuando el silencio es sostenido por el psicoanalista, se podría responder que sí, siempre que el silencio apunte a que algo que concierne al que se analiza surja. Que es lo que se juega en un análisis.

Eso sí, el psicoanalista también paga con sus palabras. Palabras que, como el silencio, inviten a que se siga hablando. Distintas a aquellas otras que busquen únicamente procurar consuelo.

Si el análisis funciona, si hay análisis, ese lugar que se presume ocupado por alguien, terminará siendo ocupado por aquel que paga por analizarse.

domingo, 16 de enero de 2011

My treasure.

Por distintas razones soy proclive a  pensar que quien se haya interesado alguna vez por el psicoanálisis lo habrá terminado (o empezado) por relacionar con el inconsciente. Habrá hecho bien.

Pero, ¿qué es eso que resulta tan enigmático, de lo que, curiosamente, cualquiera puede hablar aunque nada sepa, y por lo que existe el psicoanálisis? Es aquello de lo que, precisamente, el psicoanálisis, permite saber algo. Saber del inconsciente no tiene precio puesto que invertir en ese saber, es invertir en nosotros.

Se suele pensar que el inconsciente es una especie de recipiente (como de igual forma se piensa de la memoria). Y que por tanto un análisis consiste en recuperar eso que el inconsciente guarda. Algo se recupera, es cierto, pero no porque se lo encuentre, ya terminado, después de un triste penar por los recuerdos. Se recupera un saber por medio de lo que cada quien puede ir construyendo en su decir.

Al hablar, al contarnos, recuperamos la palabra verdadera que alimenta nuestra propia causa. Lo que nos causa, que es tanto como decir lo que causa nuestro deseo. Deseo que nos permite vivir más en armonía con quien queremos ser. Menos peleados con nosotros mismos y por tanto menos peleados con el mundo.

El que se cuenta en análisis, algo está buscando. Llamémoslo o no, tesoro. Y como toda buena narración, algo despierta, tanto en el que narra como en el que escucha (quien al escuchar también se narra). Despierta un deseo de búsqueda. Aunque bien podría detenerme antes: despierta un deseo.

¿Sería entonces el inconsciente un deseo dormido?

martes, 11 de enero de 2011

Pero..., ¿por qué por supuesto?

Habrá quien se pregunté por qué un psicoanálisis puede convenirle más que otras terapias psicológicas que estadísticamente se demuestran más eficientes. La respuesta inmediata que se me ocurre es que será preferible siempre que no se desee formar parte de las estadísticas.

Psicoanálisis y estadística no se pueden conjugar a no ser que se diese una estadística de lo singular, cosa totalmente inútil. De modo que un psicoanálisis es irreductible a la estadística. No es ésta la medida aplicable al alcance de la experiencia psicoanalítica. ¿Cuál será entonces el instrumento que de cuenta de su alcance?

Resultará extraño que hable aquí, de pronto, de impacto. En todo impacto se ven forzosamente relacionados dos objetos, el que recibe el impacto (el que es alcanzado), y el que impacta con éste. Y pregunto, ¿del choque entre ambos, que queda? Algo que ya ni es lo uno ni lo otro. O mejor dicho algo que ya no es sin lo otro.

Cuando algo que se dice a lo largo y ancho de un psicoanálisis impacta en el que lo dice, el que habla ya no es el mismo. Prueba de ello es que el que recibe el impacto no es otro que el cuerpo precisamente del que habla. Por desgracia (por suerte), no hay manera de tener constancia de la marca. No se trata aquí de carne para el peritaje.

¿Qué será lo que provoque que ese impacto tenga tal efecto? Una sóla cosa, lo mismo que doy por supuesto cuando hablo de la bondad del psicoanálisis, que cuando algo es verdad para el que habla, el cuerpo toma nota de ello.

Y no sólo el cuerpo, también el psicoanalista lo registra.

Un psicoanálisis, cuando lo es, se hace cargo de la verdad sea esta del tono que sea. No hay muchos lugares donde la verdad sea la invitada de honor y que, finalmente, cuando se digna a aparecer, sea bien recibida. Un psicoanálisis es uno de ellos.

lunes, 10 de enero de 2011

miedo a lo ¿des-conocido?

Comenzar un psicoanálisis, he aquí una propuesta que aquellos que se encuentren en este momento leyendo esta entrada o ya se habrán hecho, o se estarán cuestionando si es adecuada para sí mismos.

De esta experiencia sin par se podrán escuchar las más diversas opiniones. Cada quien tendrá la suya. Unas, las basadas en su paso por el diván (si es que lo hubo), más fiables que otras, aquellas que se sustentan en el desconocimiento.

Opinar sobre lo desconocido se legitima cuando el desconocimiento es acerca de uno mismo. Y es que un análisis, si lo es, lo es de uno mismo. De modo que quien alguna vez se planteó comenzar un análisis, algo de esta particular experiencia ya vivió. Nada que ver con el análisis ya comenzado, pero sin duda parte inherente a él.

En ese momento preliminar, lo desconocido se extiende incluso más allá del propio desconocimiento. No se es consciente aún de que algo desconocido nos habita. Algo nos incordia, nos genera conflicto, nos hace entrar en crisis, y, finalmente, nos hace interrogarnos. Ese cuestionamiento, esa pregunta, es la que permitiría la entrada en análisis. Una pregunta que apunta ya directamente a un desconocimiento acerca de uno mismo. Se tiene conocimiento de que hay algo que, sin dejar de ser nuestro, nos es desconocido. Una sensación inquietante que bien merece ser interrogada.

Como aliciente ante tal tarea, bastante desazonadora en principio (y no sólo en principio), diré que más que desconocimiento lo que hay es des-conocimiento. Negación de un conocimiento del que sí se está en poder.

Así que, ¿por qué dejar sin respuesta algo para lo que estamos capacitados a responder? No temamos, no hay peor miedo que el que se tiene a uno mismo. O a saber...